Walter Gallardo
Para LA GACETA - Desde Madrid
Hay personalidades que dan prestigio y brillo a los premios, y luego está el caso de Javier Milei. Esta cadena de distinciones a alguien que apenas ha asomado la cabeza a la política desde el rincón del insulto y el desprecio hacia el que piensa diferente, con una puesta en escena de telepredicador colérico, no hace más que generar sospechas o aclararlas, según se mire, sobre las actividades y las intenciones de quienes las otorgan.
En Madrid no hubo dudas. En su segundo viaje privado a España en avión oficial, con cargo a las escuálidas cuentas públicas de su país, y después de la catarata de agravios que dejó en el primero, sólo los que deseaban utilizarlo como personaje de confrontación lo homenajearon y aplaudieron casi azuzándolo para que entrara en trance y denigrara al gobierno, al presidente Pedro Sánchez (sería interesante un debate entre ambos: Sánchez es doctor en economía), y a los representantes de los siete partidos que conforman la alianza de gobierno.
El resto del arco político, es decir, los moderados y, por supuesto, los más sensatos, tomó la prudente distancia de quienes temen al contagio.
¿Por qué la medalla?
En primer lugar, con unos fastos inusuales, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, le entregó una medalla que por ley se la concede a mandatorios en visita oficial y por un mérito visible para una gran parte de la sociedad. Claramente, nada de esto encaja con Milei. Sobre todo, lo segundo, un capítulo de su carrera que aún está en blanco.
¿Cuál era entonces el interés en condecorarlo cuando los lazos de Milei lo unen a las fuerzas radicales y xenófobas de Vox? Una sola: el haber acusado de corrupción al presidente y a su esposa en aquel ruidoso fin de semana de hace un mes. Munición gruesa para la guerra sin cuartel de la derecha contra el gobierno central, al que una y otra vez le niega legitimidad, y también para la estrategia de Díaz Ayuso de defenderse atacando, incluso contra el criterio de un sector de su partido.
Hay que recordar que desde el inicio de su gestión ha protagonizado numerosos escándalos: durante la pandemia le otorgó a su hermano un contrato de 1,5 millón de euros para la provisión de mascarillas; en ese mismo periodo, a través de un protocolo, impidió que los mayores de las residencias infectados fueran derivados a los hospitales, medida que acabó con la vida de 7.291 ancianos sin ningún tipo de asistencia, en condiciones inhumanas; y recientemente su novio, Alberto González Amador, reconoció delitos de falsedad documental y de fraude fiscal por 350.000 euros, en negocios que le sirvieron para comprar el ático de lujo donde vive hoy la pareja. Tal vez por ello, la frase de Milei sobre la corrupción familiar lanzada al presidente Sánchez revolvió en la silla a los asistentes a la ceremonia de la medalla: también podía utilizarse para Díaz Ayuso.
Aplauso fácil
Luego llegó el segundo acto. A unos 300 metros, en el Casino de Madrid, esperaba al Presidente una cena en su honor y otra distinción, la concedida por el ultraliberal Instituto Juan de Mariana. En su directiva no figura ninguna mujer y adhieren a él numerosos ex funcionarios del derechista Partido Popular, algunos con un curioso antecedente para las convicciones libertarias: jamás trabajaron en la actividad privada. Era un auditorio dócil, de aplauso fácil para Milei y su discurso sobre la supuesta necesidad de demoler el Estado.
Javier Milei fue recibido por el presidente de República ChecaEl organizador de la cena fue Fernando Monera, un empresario que ha publicado en las redes sociales frases como “los impuestos son un robo” y, a pesar de ello, figura entre los que han recibido más subvenciones públicas desde 2020: nada más y nada menos que 1,7 millón de euros, fruto del sacrificio de los contribuyentes.
Si de las ideas se trata, el Presidente insistió con su cansino manual escolar que no resiste el menor rigor histórico. Volvió, entre otras cosas, a confundir socialismo o socialdemocracia con comunismo o peronismo, justicia social con corrupción o cultura con actividades superfluas para el ser humano.
También se encargó de defender con orgullo lo que lleva de mandato, pese a que está al frente de un país en recesión cuyos niveles escalofriantes de pobreza no han hecho más que crecer desde su llegada; donde el poder adquisitivo cayó más del 20 por ciento desde diciembre pasado (un tercio en el caso de los jubilados) o donde cree posible aplicar una política sanitaria que pasa, entre otras medidas, por eliminar prestaciones a los pacientes con cáncer o promover la venta de órganos. Denostó al peronismo, aunque eso es fácil: lo pueden hacer hasta los que también están en contra de las políticas actuales.
Sin embargo, y como si navegara en la coherencia, recordó con admiración al presidente Carlos Menem. Aun más, prometió superarlo, algo que suena temerario para quien conserva heridas de aquellos tiempos.
Desarrollo vs motosierra
Llegado hasta aquí, es oportuno advertir que no enseña quien quiere, sino quien tiene autoridad para hacerlo. El desarrollo de Europa y su llamado Estado de bienestar no nacieron de una motosierra sino de una estructura de acuerdos en la postguerra que asegura al ciudadano que no estará desprotegido y que tendrá siempre una mano tendida; una garantía no sólo para un sector de la sociedad, porque si así fuera se parecería a la caridad o a un privilegio, sino para el conjunto, utilizando una fórmula universal: poner a disposición de todos la asistencia social y servicios públicos de calidad. Aquel cambio de rumbo logró, en una generación, pasar de la ruina a construir una sólida clase media en los 60.
En su obra mayor, “Postguerra”, el historiador Tony Judt subrayaba que paradójicamente la idea de compensar las cargas y distribuir los ingresos con justicia no comenzó desde la abundancia sino desde la escasez. Y ponía como ejemplo irrefutable la creación y puesta en marcha del sistema de salud británico en 1948, el NHS (National Health Service), gratuito e igualitario según sus premisas, en un país por entonces en bancarrota y con racionamiento; sistema modelo de los que se impondrían en Francia o España. El NHS cuenta hoy con más de 1,7 millón de empleados y es la quinta mayor empresa de todo el planeta. A su presupuesto nadie lo llamaría “un gasto”.
Todo aquel esquema edificado desde el consenso, basado en el bien común y en la convicción del modo en que se quería vivir, logró multiplicar las oportunidades, atraer a las mayorías hacia la democracia y cerrar el paso a las ideas delirantes y totalitarias del fascismo. Probó, en definitiva, que el bienestar es posible para todo el arco social.
¿Qué receta puede ofrecerle Milei a España en momentos en que el país es el que más crece de la Unión Europea? ¿Le dirá a Alemania que elimine las ayudas públicas millonarias que destina a su industria para que sea una de las más potentes del mundo o que deje de pagar los estudios universitarios a sus ciudadanos? ¿Le recomendará a Francia que quite el bono cultural con el que los jóvenes van gratis al cine, al teatro o compran libros o que privatice su eficiente red estatal de trenes de alta velocidad?
Nada hace suponer que esta historia de éxito de Europa convenza a alguien que promueve recetas enciclopédicas y enarbola proclamas políticas que causaron en su tiempo división, ruina económica y guerras en el continente. Lo lógico, observando su comportamiento, es que el aplauso enlatado le muestre en el espejo a un genio.
Y como hace unas semanas, vuelve de este viaje, pagado por el erario público argentino, otra vez con las manos vacías, sin ningún acuerdo de cooperación o promesas de inversiones. Es cierto que ahora lo conoce más gente en el mundo, aunque eso no siempre es bueno para el interesado.